Las fuertes denuncias de abuso de exalumnos de uno de los mayores internados de Bolivia

Una docena de víctimas y testigos de agresiones sexuales a chicos en el colegio Juan XXIII de Cochabamba reconstruyeron cómo el centro se convirtió desde los años setenta hasta los noventa en el refugio de al menos cinco jesuitas que abusaron sistemáticamente de niños.

En lugar de cerrar los ojos como hacían sus compañeros del internado, él se levantaba de la cama en silencio, se vestía con varias capas de ropa y se marchaba a dormir, escondido, entre los arbustos del patio aledaños a la pileta del colegio. Prefería el frío a que el jesuita español Alfonso Pedrajas volviera a llevarle a su cuarto por la noche para abusar de él. “Estuve así dos o tres meses. Ni siquiera podía dormir bien. Mis calificaciones bajaron, no atendía en clase… Mi mente estaba en otro lado. Yo estaba evitándole”, explica Aldo. Con un nombre ficticio, esta víctima narra 40 años después su paso por el colegio Juan XXIII de Cochabamba en una terraza de esta ciudad boliviana. Aldo forma parte de la docena de víctimas y testigos que han denunciado el abuso sexual sistemático a niños por al menos cinco jesuitas (cuatro españoles) en esta escuela, epicentro del escándalo de pederastia que atraviesa la Compañía de Jesús. Todos ellos, exalumnos de décadas que van de los años setenta a los noventa, repiten una misma frase: fueron más de un centenar de víctimas y los alumnos, jesuitas y profesores sabían lo que pasaba allí.

En la gran sala donde estaba esa cama de la que se levantaba cada noche Aldo ya no hay rastro de literas ni de estudiantes. Entre los arbustos donde intentaba dormir crece la maleza, ahora de un color pardo seco, la pileta parece un gran cascarón vacío cubierto de palmeras marchitas y la única señal de vida de aquel tiempo son algunas herramientas oxidadas, olvidadas en las esquinas como si fueran la osamenta de un animal en descomposición. Hace años que el Juan XXIII dejó de ser un internado mixto. Ahora es una de las sedes de Fe y Alegría, la institución que gestiona los centros de los jesuitas en Bolivia. Una pequeña parte del recinto está arreglada para el uso de oficinas y para que alumnos de otros colegios desarrollen actividades extraescolares o pasen unos días de campamento. Apenas quedan huellas de aquel internado de los horrores, aunque entre sus muros uno aún percibe el rastro que dejaron los fantasmas del miedo, la impunidad y el silencio.

Muchos de esos recuerdos de Aldo despertaron hace unas semanas, cuando leyó el reportaje de Diario de un cura pederasta, la historia de su profesor y abusador Alfonso Pedrajas, fallecido en 2009, que escribió un diario secreto en el que admite que agredió sexualmente de decenas de niños durante décadas y cómo la orden lo encubrió. Publicación que obligó a los jesuitas a reconocer el daño, pedir perdón y abrir una investigación por todos los casos acontecidos en el colegio. Sumando los religiosos acusados en el Juan XXIII, ya son nueve los jesuitas (siete españoles) señalados de pederastía en Bolivia desde los años sesenta que han salido a la luz el último mes. Aldo suspira y continúa contando su historia.

Tras pernoctar varios meses a la intemperie, se hizo un grupo de amigos. Eran cuatro, de unos 14 años, y juntos hicieron un juramento para protegerse mutuamente y evitar que Pedrajas, conocido como Pica, les agrediera sexualmente. “Nos protegíamos. Estábamos juntos y en público, delante de los educadores, le imitábamos. Nos tocábamos entre nosotros de broma y nos decíamos las frases que él acostumbraba a decir a los niños cuando les tocaba. Él se asustaba y nos dejó de buscar”, cuenta. A pesar de ello, los cuatro amigos siguieron viendo cómo Pica buscaba a otros compañeros por las noches. Para intentar frenarlo, advirtieron a todos durante las clases y los ratos de recreo. “Lo más grave: había educadores que vivían y dormían allí. Y sabían también. Nunca hicieron nada”, dice Aldo.

Algunas víctimas anónimas cuentan que, ya en los setenta, cuando el colegio comenzó su andadura, Pica entraba por las noches en los dormitorios y les agredía con impunidad, en sus camas. “Era un encantador de serpientes, un manipulador”, dice una de ellas. Otras sufrieron sus abusos durante las excursiones que él organizaba fuera del colegio y otras tantas lo hicieron en su habitación.

“Era un secreto a voces”, remata otro exalumno. Décadas después de dejar el colegio, este antiguo estudiante regresa para pasear por la zona. De los caminos de tierra que rodeaban el centro han surgido carreteras de cemento, centenares de vehículos y nuevas casas. Solo se mantienen como testigos de ese pasado los altos árboles molles, símbolos de Cochabamba. “Este sitio fue mi hogar, y a mis compañeros les tengo un gran cariño. Eran como hermanos. Ahora mi percepción del Juan XXIII ha cambiado. Siento que esto fue el holocausto de la pederastia”, relata mientras rodea los altos muros que mantienen cercado el recinto.

El Juan XXIII no era un centro convencional. Sus alumnos, la mayoría procedentes de familias humildes de toda Bolivia y becados, eran seleccionados a través de exámenes de alto nivel. Dentro, no solo estudiaban, también se organizaban como un microestado, al que llamaban “pequeña nueva Bolivia”. Los cursos superiores ocupaban cargos similares a los ministerios, tenían un presidente y hacían elecciones. El poder último, sin embargo, lo ostentaba Pica. Además, los internos mayores trabajaban la mitad del día para que el centro generase recursos: tenían una panadería que producía pan para venderlo en el barrio, cerdos, vacas, un huerto y un gallinero con más de 5000 gallinas. Incluso fabricaban tapas para alcantarillado que luego vendían al ayuntamiento de la localidad.

De esas instalaciones no puede verse nada; una tapia separa el actual centro de esos espacios, marchitos por el paso del tiempo. La asociación de antiguos alumnos afirma que la orden malvendió durante los años noventa los terrenos y la maquinaria. Algo que, sin aclararlo del todo, la orden ha negado recientemente.

Pedrajas no es el único acusado de abusos durante estas décadas. Durante el curso de 1982-1983, Pedrajas fue enviado a las minas de Oruro por la orden como castigo por sus abusos. Así lo cuenta una de sus víctimas, que recibió una carta del jesuita culpándole de haberle denunciado ante sus superiores. Aquel año de su marcha, llegó el cura español Francesc Peris, conocido como Chesco. Una mujer le acusa de abusar de ella y de otras tantas compañeras. Chesco entraba por las noches debajo de sus sábanas y las tocaba. Pero no era el único. Carlos Villamil, el jesuita boliviano que se quedó al frente del colegio, las sacaba de sus camas y se las llevaba a su habitación o al gallinero del colegio para violarlas. “Yo fui testigo de eso. Lo vi con mis ojos”, dice un exalumno, también víctima de Pica.

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